Relato ‘Cuélebre’

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—Y una vez cacé una cuélebre, ¿sabes? 

Como había ocurrido las ultimas treinta y ocho veces, al camarero solo se le ocurrió suspirar. Aun así, le retiró la copa vacía al anciano y, mientras empezaba a repasarla con un paño para dejarla como una patena, le dijo: 

—Que sí, Nacho, que ya hemos oído esa historia. ¿Es que no tienes otra? 

—¡Pero es verdad! ¡La maté con mis propias manos! 

—Y yo he matado esta mañana a una cucaracha mientras estaba en el baño y no me voy a pasar los próximos cincuenta años recordándoselo a todo el pueblo —dijo el camarero mientras hacía batir sus labios carnosos—. Anda, déjate de tanta sidra y vete a casa. ¡No sabes ni lo que dices! 

‘Cuélebre’, de Lucas Naranjo, é o relato gañador, na categoría de español, do IX Certame de Relato Curto ‘Nun Recuncho da Memoria’.

É un relato fresco e tenro, que reflicte unha sana interxeracionalidade e unha relación entre avó e neto, que rompen barreiras, tanto as da idade como as da memoria.

Goza da súa lectura:

Cuélebre

Lucas Naranjo

—Y una vez cacé una cuélebre, ¿sabes? 

Como había ocurrido las ultimas treinta y ocho veces, al camarero solo se le ocurrió suspirar. Aun así, le retiró la copa vacía al anciano y, mientras empezaba a repasarla con un paño para dejarla como una patena, le dijo: 

—Que sí, Nacho, que ya hemos oído esa historia. ¿Es que no tienes otra? 

—¡Pero es verdad! ¡La maté con mis propias manos! 

—Y yo he matado esta mañana a una cucaracha mientras estaba en el baño y no me voy a pasar los próximos cincuenta años recordándoselo a todo el pueblo —dijo el camarero mientras hacía batir sus labios carnosos—. Anda, déjate de tanta sidra y vete a casa. ¡No sabes ni lo que dices! 

Entonces, el anciano reparó en una figura reconocible que se encontraba junto a la puerta. Debía ser su nieto mayor, el único de todos que parecía verdaderamente interesado en sus historias. A veces ni siquiera recordaba su nombre, pero ¿qué más daba? Ni siquiera creía que eso fuera lo más importante. 

—Lo maté con una espada —musitó mientras se erguía para marcharse. 

—¿Pero no fue con tus propias manos? —preguntó cansinamente el camarero mientras escanciaba una ronda ajena. 

—No, con un hacha. 

Y, entre balbuceos, el anciano se alejó mientras su nieto se le acercaba para colocarle una mano sobre el hombro. 

—Y una vez cacé una cuélebre, ¿sabes? 

Cecilio había escuchado aquella historia unas cincuenta y dos veces, quizá incluso más. Sin embargo, con tal de ver a su abuelo sonreír, siempre le pedía que se la contara de nuevo. Él no era consciente de su reiteración, pero al menos le hacía ilusión. 

—Una cuélebre viene a ser como un dragón, ¿no? —le preguntó. 

—Sí, pero más peligrosa y con cabeza y veneno de serpiente —respondió su abuelo, que entonces recibió un dispositivo extraño en sus manos—. ¿Qué es esta cosa? 

—Es un mando —dijo su nieto—. Vas a jugar conmigo a un juego. 

—¿Un juego? Solo conozco el mus y el dominó. 

—Tranquilo, es más sencillo de lo que parece. Además, para que aprendas, te acompañaré en la partida. 

—¿Y dónde están las cartas? 

—No va de eso. Vamos a dar caza a un guiverno. 

—¿Qué es eso? 

—Como un dragón pero con menos patas. 

—Ah, pues como una cuélebre. 

Durante horas, Cecilio recorrió el mapa de aquel videojuego de rol y fantasía medieval en compañía de su abuelo. Este apenas dominaba los controles de movimiento, por lo que se veía forzosamente arrastrado por la pantalla de carga. No hacía gran cosa más que mirar a la pantalla con la esperanza de entender algo entre tanto píxel, pero la cosa cambió cuando una criatura con aspecto de reptil dantesco se dejó ver en el horizonte virtual. 

—¡Una cuélebre! —exclamó el anciano—. ¡Una cuélebre!  

Por si servía de algo, Cecilio le indicó rápidamente qué botones debía pulsar para infligir daño. Su memoria no se encontraba precisamente en su punto álgido, pero al menos pareció recordar cuál tenía que apretar para disparar su arco. Fue así que invirtieron quince minutos en una intensa confrontación que arrastró a ambos al borde de la derrota, aunque lograron prevalecer en el último momento y derrotar a la bestia digital. 

Como era de esperar, el joven hizo el noventa y nueve por ciento del trabajo. No obstante, para consolar al anciano, tuvo la decencia de permitirle que disparara la saeta definitiva. Ni siquiera pareció darse cuenta de que había logrado abatirlo hasta que no se lo explicó verbalmente, pero verlo sonreír con orgullo fue cuando menos satisfactorio. 

Era probable que su abuelo hubiera olvidado aquella experiencia a la mañana siguiente, pero al menos él podría atesorarla durante años en su corazón. 

—Y una vez cacé una cuélebre, ¿sabes? 

En ocasiones, al camarero le daba la impresión de que, si no conociera a Nacho de toda la vida, ya le habría vetado la entrada a la taberna tiempo atrás. Aquello de la sierpe alada iba a acabar volviéndolo loco. 

—Ya que ha venido contigo, ¿por qué no se lo cuentas mejor a tu nieto? —le preguntó mientras reparaba en el esbelto joven. 

A lo que este último sonrió y, colocándole una mano encima a su achaparrado abuelo, dijo: 

—No será necesario. Yo estuve allí y, de hecho, le ayudé a matarla. 

Como si no quisiera darle importancia a su aparente broma, el camarero asintió y se retiró para atender a otro cliente. Aún tenía mucha sidra que servir. 

—Así es —respondió Nacho—. La matamos con un arco. 

—¿No fue con un hacha? —preguntó el camarero desde la otra punta del local. 

—¡De un flechazo en el ojo! —exclamó Cecilio mientras le guiñaba el ojo. 

—¡Estáis locos! ¡Los dos! —dijo el empleado, que levantó torvamente la mano antes de internarse en la cocina—. ¡De tal palo, tal astilla! 

Ante aquello, a Cecilio solo se le ocurrió reír en voz baja. Le parecía un milagro que su abuelo aún lo recordara, lo que era, desde luego, una buena señal. Aún quedaban incontables reptiles legendarios por abatir, aunque el anciano quizá ya no estaría ahí para servirle de apoyo en sus aventuras. La realidad se había tornado confusa para él en los últimos años, distorsionando los recuerdos y entremezclando la ficción con sus vivencias personales. No sabía cuánto tiempo más continuaría así, pero la mejoría no era precisamente la tendencia habitual. Algún día, por más que disgustara o consolara a unos u otros, todos aquellos cuentos serían pasto del olvido. 

Hasta entonces, si la fortuna acompañaba, podría cazar una última cuélebre más en su compañía. 

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