Din que os contos se inventaron, para durmir os nenos e, para espertar os adultos, por iso, quero compartir con todos eles este conto, o meu conto, para espertar a quen poida estar adormecido, e dedícollelo a todos aqueles, que como eu, gozaron coidando dun familiar afectado por algunha demencia e, que tamén como eu, por amor, decidiron deixar de facelo.
A través deste pequeno relato, Antonia López, filla e coidadora dunha persoa con alzhéimer, descríbenos a súa experiencia.
Escuchando el silencio
Antonia López
Dicen que los cuentos se inventaron para dormir a los niños y para despertar a los adultos, por eso quiero compartir con todos vosotros este cuento, mi cuento, para despertar a quien pueda estar adormecido, y se lo dedico a todos aquellos, que como yo, disfrutaron cuidando de un familiar afectado por alguna demencia y que, también como yo, por amor, decidieron dejar de hacerlo.
Llevaba cuatro años cuidando de mi madre, y digo cuatro años porque ese es el tiempo que hace que tomé la decisión de que mi madre viniera a vivir a mi casa convirtiéndome en su cuidadora principal después de sufrir un aneurisma cerebral; pero me gusta pensar, y estoy convencida de ello, que llevo cuidando de mi madre toda mi vida y que lo único que ha cambiando ha sido la forma de hacerlo. Entiendo por cuidar de un ser querido un hecho altruista que implica solidaridad, amor, entrega y hacer todo lo mejor dentro de las posibilidades y las circunstancias del momento. Durante estos últimos años vivir conmigo supuso compartir todo lo que yo tengo, y eso incluía vivir junto a mis hijas y mi marido, y para legalizar esta situación solicité en el Juzgado de Familia su incapacidad legal, lo que
supuso que mi madre tendría un tutor legal, un representante que decidiría con responsabilidad por y para ella.
De esta forma emprendimos juntas un apasionante camino donde nuestros lazos familiares se estrecharon más aún, compartiendo no sólo un hogar sino un proyecto de vida familiar.
Cada mañana me levantaba dispuesta a hacer todo lo necesario para que ella estuviera bien, y sé que todo lo que le di esos años fue lo adecuado, lo conveniente, porque cada vez que miro hacia atrás y recuerdo tantos momentos vividos, siento que se me agranda el corazón.
Hasta aquí mi vida era casi, casi, como un cuento, pero como en todos los cuentos siempre hay un momento en el que las cosas se ponen muy feas, y eso fue lo que nos pasó el pasado año en el que tuve que tomar la decisión más complicada de cuantas haya tomado hasta ahora. A principio de año sufrió una trombosis en su ya afectado cerebro, y el día a día se complicó tanto que yo, su única cuidadora, me vi desbordada, agotada, y lo que es peor, empecé a sentir que la tristeza se había adueñado de mi vida, de nuestras vidas, lo que hizo plantearme la posibilidad de recurrir a lo que acertadamente llaman “respiros familiares”. Al principio me costó mucho, pero poco a poco fui comprendiendo lo importante que era, tanto para ella, como para mi, y para mi familia, y así, de esta forma, poco a poco fui creando silencio en mi vida, escuchando todas las señales que estaban ahí para ser analizadas desde la calma, dándome tiempo y confiando mucho, mucho en mi. Me dejé llevar por esa intuición que me decía “no temas, no dejes que nada ni nadie te haga sentir culpable, este es ahora el camino más difícil pero el más seguro, sigue en él”.
En mi cuento no había madrastas malas, ni necesitaba ningún príncipe azul, sólo necesitaba un hada madrina a la que pedir que con su magia me devolviera por unos minutos, sólo unos minutos a mi auténtica madre, aquella mujer a la que tanto conocía, aquella madre lúcida capaz de escuchar, de dialogar, de empatizar de razonar, de dar, de compartir, de querer. Necesitaba hablar con ella durante esos minutos, necesitaba contarle todo lo que estaba pasando, conocer su opinión y juntas decidir un futuro mejor para ella. Cerré los ojos, respiré profundamente y esperé a que la magia de los cuentos apareciera y así, como en el cuento de Cenicienta, antes de que el reloj diera las campanadas y me devolviera a la realidad, me volví a encontrar con ELLA. Mentalmente le cogí la mano, le miré a los ojos y le conté, sin dramatismo, todo lo que había pasado y
lo que podría pasar si ella ingresara en una residencia por un tiempo indefinido. Fueron los minutos más cortos e intensos que pude imaginar, fue el tiempo necesario para escuchar a mi madre diciéndome con una entrañable mirada “gracias, hija, no te preocupes, todo irá bien”. Abrí los ojos y regresé a la realidad sabiendo desde ese momento que su agradecimiento incluía no sólo lo que quedaba atrás sino también todo lo que estaba por venir.
Unos días después firmé el ingreso en una residencia geriátrica donde actualmente está igualmente muy bien cuidada, donde voy a visitarla, donde se alegra de verme, y donde hay días que no me conoce, pero yo sé que es ella, mi madre, la persona que tanto quiero, esté donde esté y como esté. Estas Navidades le regalé una confortable manta para que siga sintiendo mi calor y
quiero que esa sea la manta con la que yo también pueda
abrigarme dentro de unos años cuando posiblemente mi marido o mis hijas tengan que decidir por mí; pero ellos no tendrán que consultarlo, yo ya se lo he enseñado.
Ojalá sea así, porque dicen que las decisiones tienen proyección en el futuro y, a su vez somos lo que somos por decisiones tomadas en el pasado. Si la decisión elegida es la acertada se verá en el futuro, con el tiempo; por ahora sólo puedo decir que unos meses después de su ingreso todos estamos un poco mejor.
Este cuento tendrá un final feliz cuando todos los que la queremos hayamos aprendido a vivir entregándonos incondicionalmente a lo inevitable.
Antonia López López. Hija y cuidadora