‘Memorias para oler’, escrito por Valeria Rey Maldonado foi o relato gañador no VI Concurso de Relatos Curtos sobre Alzhéimer ‘Nun recuncho da memoria’, na categoría de castelán.
Un bonito texto onde a autora xoga cos sentidos e a súa relación coa memoria, os recordos e os sentimentos.
Desfruta o relato:
Memorias para oler
Fui al anaquel en busca del recetario de Abuela Gela. En sus estanterías, sobresalía el costado grueso de un libro sin título, pero que no por ello era un libro de recetas cualquiera. Sus páginas no tenían escritas especificaciones de raciones, ni instrucciones para cocinar. De hecho, en todo el libro de recetas no había una sola letra.
Abuela Gela lo creó mucho antes de ser diagnosticada con alzhéimer. Cuando era joven, recorrió el mundo aprendiendo diferentes estilos gastronómicos y recopiló las recetas para recordarlas cuando volviera a casa. Pero como no había aprendido a escribir, se las ingenió para hacer un recetario de olores.
Cada vez que aprendía un plato nuevo, abuela Gela humedecía una página del recetario que dejaba impregnar del aroma del plato. Encima le ponía una especie de plástico que preservaba el olor, como quien diseca una flor. Y así solo le bastaba con percibir el olor en el recetario para identificar los ingredientes y la cantidad que llevaba cuando se ponía a cocinar.
Mamá y yo estábamos determinadas en intentar preparar algunas de sus recetas hoy para la cena familiar.
“Venga niña, empecemos con el primer plato. ¿A qué te huele?, me preguntó mamá, abriendo el primer plástico. Emanó un perfume tropical y dulce, mezclado con una esencia picosa y otra más salada.
“Creo que huele a leche de coco… ¡Y a chile! Creo que es la sopa Thom Kha kai de abuela”, dije dudando.
Y así a nariz, íbamos añadiendo un par de ingredientes hasta aproximarnos al olor que emanaba del libro de recetas.
“¡Vengan ya, la comida está lista!”, dije a los invitados.
Poco a poco, mis tíos y primos fueron levantándose del sofá y sentándose en la mesa. Abuela Gela salió de la habitación en la que descansaba y se sentó en la cabecera con la mirada medio perdida. Estaba un poco desorientada al ver tantas personas allí. Lo cierto es que últimamente la memoria le vacilaba a menudo. Había días que no se acordaba de muchas cosas, y otros en los que estaba más lúcida, pero estos eran últimamente la excepción.
Cuando ya se incorporaron todos a la mesa, me acerqué con un caldero de sopa al comedor. Entre habladurías, cada uno me pasó su plato hondo para que le sirviera. El olor especiado abrió el apetito de todos. Justo estábamos a punto de comer, cuando abuela Gela interrumpió:
“Le falta algo”, dijo la abuela. Sus ojos estaban despiertos, como si una chispa interior se hubiese encendido. Todos de repente se callaron, asombrados ante la vitalidad de la abuela.
“¿Cómo que le falta algo, abuela?”, pregunté.
Me pidió ayuda para levantarse. “Vamos a la cocina. Trae el caldero,” me dijo.
Ya en la cocina, abuela Gela olió el caldero con la sopa un par de veces, y me pidió el recetario. Abrió sus fosas nasales y aspiró profundamente la página con su nariz de poros dilatados. Comparó el aroma de ambos un par de veces.
“T-t-tomate, sí más tomate…. Y salsa de pescado. ” dijo abuela Gela.
Siguiendo sus directrices, agregué y empecé a mezclar los ingredientes con el cucharón. Pronto empezó a subir un nuevo humo delicioso que arropó toda la casa. Vi como entre el humo, la abuela sonreía. Hacía tiempo que no la veía tan alerta. En lo que esperábamos que los ingredientes se fusionaran completamente dentro del caldero encima de la estufa, abuela Gela empezó a contarnos anécdotas que nunca había compartido con nosotras antes.
“Aprendí hacer esta receta en un viaje a Tailandia. Estaba internada en un monasterio de Chiang Mai cuando intentaba preparar sin éxito esa sopa. Ya casi me había dado por vencida cuando se me acercó un joven, llamado Ketut, que me enseñó que lo que me faltaba era la salsa de pescado,” narró abuela Gela, sonrojándose.
Luego nos confesó que empezaron a verse más a menudo, a pesar de que los amoríos en el monasterio estaban prohibidos. Ignorando las reglas, se enamoraron locamente. Nos admitió que incluso pensó en quedarse a vivir en Tailandia con él y empezar un pequeño restaurante allí. Pero los padres de Ketut querían que fuese monje, y tuvieron que separarse. Abuela Gela nos explicó que regresó a casa cuando se le expiró la visa, sonriendo ante el recuerdo agridulce.
Al terminar de contarnos el anécdota, abuela Gela cogió el cucharón y probó una cucharada de la sopa. Mamá y yo esperábamos ver su reacción.
“Ahora sí. Está listo”, dijo la abuela con ilusión.
Y así toda la noche, la abuela Gela nos ayudó a mejorar nuestros platos mientras nos contaba aquellas anécdotas de sus viajes que pensábamos que había olvidado. Con cada plato y memoria íbamos conociendo un lado diferente de ella. Al finalizar el postre, fui con la abuela a limpiar los trastos y ponerlos en su lugar, cuando curiosa le pregunté:
“Oye abuela, y ¿volviste hablar con Ketut después de irte de Tailandia?”
“¿Quién es Ketut?” La abuela se giró hacia mí, un poco confundida.
Su semblante volvía a parecer cansado. No se veía tan despierta como hace un rato. Miré hacia alrededor. Ya casi no quedaba humo en la cocina. Se habían evaporado los olores. Entonces entendí que fueron los aromas los que habían despertado aquellos recuerdos.
“Nada, abuela. Deja todo ahí, yo me encargo de terminar de limpiar,” dije.
Después que abuela Gela volvió a su habitación, cogí el recetario y humedecí una de sus últimas páginas blancas. Dejé que se impregnara de lo que quedaba de la mezcla de aromas de esa noche. Luego cubrí la página con un plástico protector, con la esperanza de que algún día ese olor me recordara a la noche en que recuperamos las memorias perdidas de abuela Gela.