‘Isla Promesa’

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“O meu avó preparaba a barca e botábase á mar, como eses xubilados que saen a comprar o xornal: a diario e como rutina. Eran tempos que eu recordo asollados, cun ceo azul tan intenso que non pode senón deberse ao retoque fotográfico da memoria […] A miña avoa. A miña avoa con esas mans sedosas que cheiraban a xabón de lavanda, preparándonos un xantar a base de bocadillos e froita. Batidos en tetrabrik para min e viño tinto en bota para el. Eran bos tempos. Eu non entendía o mar e o meu avó non entendía como o mar podía atraerme tanto”…

Eric Fernández-Luna (Murcia) escribiu este precioso relato ‘Isla Promesa’, que quedou finalista na Categoría Estilo no V Concurso de Relatos Curtos ‘Nun Recuncho da Memoria’.

Unha historia entrañable, un estilo impecable, un relato que deixa pegada.

Desfruta do relato:

Isla Promesa

Lorena Millers (pseudónimo)

Mi abuelo preparaba la barca y se echaba a la mar, como esos jubilados que salen a comprar el periódico: a diario y como rutina.

Eran tiempos que yo recuerdo soleados, con un cielo azul tan intenso que no puede sino deberse al retoque fotográfico de la memoria.

Mi abuelo. Su barca. El olor a maresía. Los moluscos pegados al casco de la barca. Barca que se llamaba como mi abuela: “Sarita II”.

Y no porque hubiera una barca anterior, sino a modo de recordatorio de la jerarquía amorosa que él había establecido en su cabeza: Primero, su mujer. Después, el mar.

Mi abuela. Mi abuela con esas manos sedosas que olían a jabón de lavanda, preparándonos un almuerzo a base de bocadillos y fruta. Batidos en tetrabrik para mí y vino tinto en bota para él.

Eran buenos tiempos. Yo no entendía el mar y mi abuelo no entendía cómo el mar podía atraerme tanto.

Para un mocoso de ocho años como yo, aquellas incursiones eran la mayor aventura a la que podía aspirar. Había riesgo. Había emociones. Había enseñanzas: Siempre aprendía algo, ya fuera a hacer un nudo nuevo, o que no era buena idea dar cobijo a peces y cangrejos en el mismo balde.

Y todo ocurría en el transcurso de un día.

Me fascinaba lo que rodeaba a aquella barca, a la pesca y al mar. En mi mente infantil, todo ello componía el boceto de lo que representaba para mí mi abuelo.

Eso incluía los aparejos. Todo ese instrumental era un misterio para mí. Cosas de adultos. Cosas que debían ser manipuladas con cuidado. Cosas peligrosas. Ciencia y magia.

De entre todas, mi favorita era una brújula de madera, que también era un reloj de sol. Podía quedarme embobado manipulando aquel prodigio durante ratos eternos.

Una lámina de metal imantado, y un hilo que pendía entre la base y la tapadera, podían señalarte las direcciones posibles y el momento del día en que te encontrabas.

Saber leer eso me hacía sentir como si fuera el heredero de un conocimiento arcano, perdido en el tiempo.

Creo que mi abuelo me la dejaba usar para mantenerme en silencio y que no le espantara la pesca.

Un día no me aguanté más las ganas y se lo solté:

―¿Me regalas la brújula, abuelo?

―No.

―¿Por qué no?

―Porque yo aún la necesito. Además, aún eres un niño. No quiero que la pierdas o la rompas.

Aquello no me sentó especialmente bien. Uno no se sentía niño, hasta que un adulto se lo recordaba.

―Hagamos una cosa, ―me propuso―. Cuando seas mayor, te la regalaré.

―¿Y eso cuándo será?

―En unos años. Yo te lo diré, cuando llegue el momento.

―¿Y cómo sé que no se te olvidará, y que no se me olvidará a mí también?

Se sentó y suspiró, mientras sacaba la bota de vino para dar un trago.

―Verás, no muy lejos de aquí hay una isla. Es una isla donde van a parar todas las promesas que la gente hace a lo largo de su vida. Ahora, al prometerte que te la regalaré, una botella con un papel enrollado dentro ha surgido de las profundidades del océano hasta la superficie. En ese papel está escrita nuestra promesa. Cuando llegue el momento, yo iré a la isla a recoger mis promesas. Así que, tranquilo, que me acordaré.

Once años después, yo ya no echo de menos el mar. Salvo en verano, como todo el mundo.

El comedor de la casa de mis abuelos ha sido reconvertido en una pequeña unidad de cuidados paliativos. Sombrío y silencioso como un santuario.

Con la escasa luz que entra a través de las rendijas de la persiana, distingo el perfil de mi abuelo, que ahora pasa más horas entre sueños que en esta realidad.

Mi madre. Mi madre llora a escondidas y luce una mueca compungida cada vez que entra y sale de esta habitación. Mi abuelo ha olvidado su nombre.

Ella no entiende cómo un padre puede olvidar el nombre de su hija. Ni por qué, en ocasiones, la observa con esa mirada de extrañeza, como la de un niño temeroso frente a un adulto al que no reconoce.

Estoy mirando a mi abuelo desde el umbral. Su respiración es un resollar profundo y mustio. Sé que le queda poco tiempo. Al observarlo, aquí y ahora, trato de fijar una imagen que pueda retener en mi memoria.

Se despierta. Balbucea. Me acerco a él.

―¿Quieres agua, abuelo?

―Eres tú… No, agua… Necesito que me traigas una cosa.

―¿Qué cosa?

―El armario. En el armario… La tele.

Supongo que se refiere al armario que hay sobre la tele. Un cajón de sastre. Me acerco hasta el armario y lo abro. Hay copas de cava llenas de polvo, carpetas azules con
documentos, bisutería de mi abuela…

―¿Qué es, abuelo? ¿Qué es lo que busco? ¿Qué necesitas?

Pero esa pregunta se responde sola.

Rescato aquel pequeño objeto de madera del fondo del armario, con incredulidad.

Lo abro y la aguja imantada señala la posición donde se encuentra acostado mi abuelo.

Me giro. Para preguntarle cómo es posible. Para darle las gracias. Para estrujarlo en un abrazo.

Pero ha vuelto a perder la consciencia.

Salgo de la habitación y empiezo a liberar, por fin, todas esas emociones contenidas, mientras agarro fuerte la brújula.

Se me escapan lágrimas dichosas y caudalosas.

Un mar.

Esa noche sueño con él.

Estamos los dos sentados en una orilla que no conozco.

Tiene todos sus aparejos de pesca a su lado y luce la misma sonrisa de años atrás. Yo tengo mi edad actual.

Estamos rodeados de botellas con papeles enrollados en su interior, que mi abuelo va descorchando y extrayendo.

En un momento dado, le hablo, le pregunto sin lástima:

―Abuelo, ¿te vas a olvidar de mí cuando te vayas?

―Te prometo que no, ―dice él, muy serio.

Y una nueva botella surge de entre las olas y es mecida suavemente hasta nuestros pies.

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