‘Erik e o reloxo de pulseira’, relato gañador

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Tras unha complicada deliberación, debido á gran calidade e humanidade dos traballos recibidos, os membros do xurado do IV Concurso de Relato Curto sobre Alzheimer acordaron que a obra gañadora é ‘Erik e o reloxo de pulseira’, escrita por Amaya Moral Ortega.

Concedéronse tres accésit, que recaeron en:

  • Á Emotividade: ‘Hoxe croquetas’, de Ana Mª Ruano Benítez 
  • A Originalidade: ‘Sed‘, de Javier Albillo Candelas
  • Ao Estilo: ‘O mellor antídoto’, de Alfonso Fernando Quero González

O xurado estivo composto por:

  • Cristina Villanueva, Responsable de Comunicación de AFAGA
  • Maite Giraldez, Voluntaria de AFAGA
  • Lorena Costas, Educadora Social de AFAGA
  • Diana Rodríguez, Traballadora Social de AFAGA

Recibíronse un total de 150 relatos, entre os que hai historias moi bonitas e emotivas, escritas con moito corazón, desde a perspectiva do coidador/a ou dun familiar. Son relatos que falan de sentimentos, emocións, angustias, inquietudes,…

Os relatos recibidos, e cuxos autores así o autorizaron, iranse publicando cada quince días no blogue, O Recuncho do Coidador. Desde AFAGA queremos agradecer a gran acollida que tivo este concurso e os magníficos relatos que nos chegaron. Tamén queremos dar as grazas á Deputación de Pontevedra, polo apoio que nos presta para poder realizar este certame.

Parabéns a todos os participantes e grazas por enviarnos todos estes fantásticos relatos!

Desfruta o relato gañador:

Erik y el reloj de pulsera

Amaya Moral Ortega

El reloj de pulsera que Erik llevaba sonó a las siete de la mañana. La esfera y la correa del reloj eran naranjas, con los dígitos en verde y el cierre metálico. A Erik le fascinaba. Al sonar la alarma programada, Erik presionó con rapidez el botón del lateral para desactivarla, retiró la sábana que le cubría el cuerpo y se incorporó de la cama con la diligencia del que sabe que tiene una misión importante que cumplir.

La noche anterior había dejado escondidas bajo la cama algunas cosas que ahora utilizaría, estiró el brazo y fue recuperándolas: una caja de cereales vacía, un ovillo de lana blanca, tijeras, un rotulador de punta gruesa, un rollo de cinta adhesiva… Colocó los objetos frente a él y reflexionó varios minutos, tomó después la caja de cereales y recortó un pequeño rectángulo. Con el rotulador de punta gruesa escribió su nombre en el trozo de cartón y realizó un agujero en la parte superior de la pieza. Cortó un trozo de lana y atravesó el agujero con uno de los cabos. Anudó los extremos y se colocó el cartel alrededor del cuello, de manera que su nombre quedase bien visible. Repitió la tarea dos veces más, ahora con los nombres de su madre y de su padre. Recortó también varias piezas de cartulina en las que escribió palabras como “cocina”, “salón”, “frigorífico”, etc. También dibujó un mapa de la casa en el que indicó la ubicación de todas las habitaciones.

A las ocho y media pasadas sus padres lo llamaron a desayunar y tuvo que interrumpir la labor para dirigirse a la cocina. Mientras tomaba el vaso de leche con una rebanada de pan con mermelada, prestó oídos a la conversación que mantenían sus padres. Su madre saldría a las diez y volvería en poco más de una hora, su padre los esperaría en casa. Erik hizo la cuenta con los dedos: le quedaban algo más de dos horas.

Apuró el vaso de leche y subió de dos en dos las escaleras que separaban la cocina del cuarto de baño. Mientras se lavaba los dientes sacó del bolsillo derecho del pantalón del pijama algunas de las etiquetas que había fabricado. Luego se dirigió a su habitación a vestirse. Sus padres le dejaban a diario preparadas las prendas que tenía que ponerse; estaban a mediados de verano y encima de la cómoda podía ver las bermudas azul oscuro con seis bolsillos que le encantaban y una camiseta blanca con una bicicleta que le había traído su tía de Menorca. Erik no utilizó ninguna de las prendas, se acercó al armario color caoba y rebuscó hasta  encontrar un pantalón verde del otoño pasado y el jersey de franjas de colores que había llevado en el cumpleaños de su abuelo en noviembre. Tenía calor y los pantalones le quedaban algo pequeños, pero sabía que esa era la ropa apropiada.

Bajó la vista al reloj de pulsera. Los dígitos verdes de la esfera marcaban ahora las diez y cuarto, su madre ya había salido de casa y su padre leía en el salón. Las escaleras que conectaban las dos plantas de la casa estaban despejadas. Entró en el despacho de su madre y cogió un bloque de notas adhesivas amarillas. Las fue pegando una a una en los peldaños de las escaleras de tal modo que aquellos peldaños de madera oscura quedaban ahora bien señalizados por las mismas.

Llegaba ahora la parte más complicada del plan: conseguir los álbumes de fotos familiares. Desde que una vez decidió hojear uno de ellos con las manos manchadas de chocolate, sus padres ya no querían que los cogiese sin permiso. Mentir podía no estar siempre bien pero sabía que en este caso era completamente necesario. Entró en la sala de estar y le dijo a su padre que su hermana se había caído de la cuna. Su padre se levantó de un salto y salió con la cara desencajada del salón. Tenía que ser rápido, arrastró un taburete hasta el mueble en el que se encontraban los álbumes y se apoderó de uno de ellos.

Una vez de vuelta en su habitación, despegó de las hojas de plástico las fotos en las que aparecía su madre de niña con sus padres, otra del abuelo y la abuela con un sombrero de paja y una foto en la que se veía a Erik cuando era bebé en brazos del abuelo. Llevó las fotos al cuarto de invitados y fue pegándolas en las paredes.

Su madre no tardaría en volver de la residencia en la que se encontraba su abuelo. El anciano pasaría con ellos el verano. Hace unos días sus padres le habían explicado que el abuelo tenía la enfermedad de Alzheimer y que
seguramente no se acordaría de él ni de la casa, tendría problemas con los nombres de las cosas y algunas dificultades de movimiento. Pero él lo había organizado todo. El abuelo llegaría, lo vería con la misma ropa con
la que lo vio la última vez y se acordaría de que él era su nieto, también podría leer su nombre en el cartel que llevaba al cuello. Todas las habitaciones tenían escritos sus nombres y las notas adhesivas amarillas pegadas a los peldaños de las escaleras le permitirían distinguir bien los escalones para no tropezar. Las fotos de su habitación le ayudarían a recordarle que éramos su familia. Volvió a repasar mentalmente todos los
detalles y se acordó de una última cosa. Se quitó el reloj de pulsera y fue corriendo al cuarto que ocuparía su abuelo. Dejó el reloj en la mesilla y programó la alarma a las ocho y media. Quizá fuese algo pronto para el abuelo pero esta vez pensó solo en él y en las inmensas ganas que tenía de volver a desayunar en su compañía.

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