Relato ‘Ojos verdes’

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Se le olvidó hablar. Sin embargo, lo poco que decía, lo hacía cantando. A veces una frase, otras una sola palabra repetidas varias veces. Aquella noche mientras la desvestía se mostró bastante inquieta y agitada. Fue cuando comencé a cantar Ojos verdes. Ella torció su rostro extrañada, se calmó y con sus manos acarició mi cara,…

Así comienza Ojos Verdes, un precioso relato escrito por Leila López.

Ojos Verdes

Leila López

Se le olvidó hablar. Sin embargo, lo poco que decía, lo hacía cantando. A veces una frase, otras una sola palabra repetidas varias veces. Aquella noche mientras la desvestía se mostró bastante inquieta y agitada. Fue cuando comencé a cantar Ojos verdes. Ella torció su rostro extrañada, se calmó y con sus manos acarició mi cara.

Aquella señora se llamaba Rosa y hacía honor a su nombre por el tono de sus mejillas. Cuando la conocí estaba sentada al fondo de aquel salón ruidoso de la residencia. Ya el primer día me llamó la atención su forma de comunicarse – Señorita, yo no sé, yo no sé. Señorita, yo no sé…- repetía una y otra vez cantando.

Me contaron que había sido maestra años atrás en una pequeña escuela de un pueblo de Vigo y que incluso un matrimonio, que habían sido alumnos suyos, la visitaban con frecuencia ¿Cómo era posible que ahora no recordara nada? ¿Qué terrible enfermedad es esta que borra una vida? Ella que les había enseñado a escribir las primeras palabras, que les enseñó cuánto eran dos más dos y ocho entre cuatro, quien era Lope de Vega y Unamuno, quien fue Marie Curie y Clara Campoamor. Ahora solamente decía palabras sueltas. Aun así, yo me esforzaba a diario en intentar descifrar qué quería decir, incluso a veces con tres palabras sueltas cantadas me parecía entenderla y la contestaba.

Un día soleado del mes de mayo, mientras paseábamos por el jardín de la residencia, un señor de unos sesenta años se acercó y la abrazó –Madre ¿Cómo estás? ¿Qué tal te encuentras hoy?- la espetó. Ella extrañada y con rostro enfadado le apartó y comenzó a cantar –Yo no he, yo no he, quita señor…Yo no he, quita señor-. Aquel señor era su hijo Antonio y sin embargo ella no solo no lo reconocía sino que lo rechazaba. El señor se puso de espaldas y sacó un pañuelo del bolsillo de su pantalón. Dándome cuenta de lo que estaba sucediendo dejé de empuñar la silla de ruedas de Rosa y acudí a su lado –No se preocupe caballero, ya sabe que su enfermedad hace que no le reconozca- intenté tranquilizarle mientras pasaba mi mano por su espalda para consolarle.

Rosa hacía meses que no reconocía a nadie que había formado parte de su entorno más cercano. Las visitas se hacían duras y cada vez más cortas. Algunos días me cogía de la mano y me decía –hija mía, hija mía…- yo le sonreía y le contestaba –dígame madre, guapa- ello provocaba su sonrisa y ambas éramos felices a nuestra manera. Pero sin duda, el día que más contenta la veía era cuando Marta, la terapeuta, daba su sesión de musicoterapia. Era sorprendente como Rosa seguía los estribillos de las canciones populares que sonaban en la sala y movía su mano al ritmo de la música. Entonces me quedaba embobada y la imaginaba levantándose de su silla y bailando por aquel salón sin parar. Por un momento parecía que la vida le daba una nueva oportunidad y le permitía saborear el presente ya olvidado.

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