«Un ruidoso estornudo nacido de un anciano como él, sentado en un cómodo sillón a su derecha, avivó a Flavio del sopor que le atrapaba desde hacía un buen rato y una ojeada rápida a su alrededor le sirvió para recomponer el ánimo.»
Así comienza Inspiración, relato escrito por Ruth Díez Santos, una de las finalistas del Concurso de Relato Corto sobre Alzhéimer.
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Inspiración
Ruth Díez Santos
Un ruidoso estornudo nacido de un anciano como él, sentado en un cómodo sillón a su derecha, avivó a Flavio del sopor que le atrapaba desde hacía un buen rato y una ojeada rápida a su alrededor le sirvió para recomponer el ánimo. Poco después, bajó la vista hacia su muñeca izquierda y miró con detenimiento un reloj de pulsera que no llevaba; tampoco encontró en el suelo el cestillo con las flores recogidas esa misma madrugada y en ese momento de confusión, de buena gana, hubiese fumado un pitillo pero al rebuscar en los bolsillos de su chaqueta sólo encontró un folleto extraño: distribución del museo, planta baja, planta primera, planta segunda, decía, y sin más entendimiento lo devolvió en un santiamén al bolsillo de donde salió. – ¿Por qué se escabullen mis cosas? -Rumió para sus adentros. Menos mal que tan sólo a cinco pasos, frente a él, un sendero conocido y un trigal recién segado con sus almiares de paja le estaban esperando al sol para llevarle de nuevo a los quehaceres diarios. Seguro que aquella moza que descansaba a la sombra de los robles con el rastrillo en la mano era la hija de Alfredo, tan airosa, que a la misma brisa hacía competencia para zarandear el follaje de los árboles. Y con el día tan despejado que lucía esa mañana contemplaba Flavio sin pestañear el desafío entre los colores, color espiga, color de las primeras luces, color arboleda fresca, color de cielo sin nubes. Imágenes extraviadas en su memoria empeñadas en atrapar matices, destellos, tornasoles, para mostrar desde sus adentros el esplendor del Claro de un bosque.
– Buenas tardes don Flavio, está usted muy callado hoy – oyó que le hablaba un joven, al que no conocía, bien alto y bien vestido con unas ropas que no eran de trabajar en el campo, al tiempo que se interponía durante un instante entre él y su lugar de ensueño.
Iba Flavio a decir algo pero antes de que le diera tiempo, el susodicho ya se había alejado caminando a buen paso por el pasillo adelante y Flavio se quedó callado mirando la lámpara que pendía del techo. Se había puesto a la sombra pero se ve que hasta la misma sombra estaba recalentada por aquel enorme sol, caviló, porque se sintió de pronto muy acalorado y se puso en pie para cambiar de lugar. Con el bastón en una mano y la gorra en la otra dudó hacia dónde encaminarse y por fin se decidió a seguir a un grupo de colegiales que en ese instante pasaba a su lado. Recorrió junto a ellos veinticinco pasos antes de que el grupo se detuviera; treinta pasos para llegar a casa, cuarenta y cinco hasta el bar de Pablo y a uno menos de quince está el kiosco, repasaba Flavio en voz baja como soldando los pensamientos unos con otros para que no se le fuesen escapando como hacían siempre.
– Silencio por favor -reclamaba con insistencia la mujer que acompañaba al tropel de chavales que ni un momento paraban quietos a su alrededor.
– ¿Sabe alguno de vosotros el significado de impresionismo?- se la oía decir.
De repente todos se quedaron mudos y Flavio ya no aguardó explicación alguna porque se dio media vuelta encaminándose apresuradamente hacia un largo pasillo mientras canturreaba “cada quién por su lado antes de que cuente veinte” y casi al final de la sala, con la fatiga propia de jugar al escondite le preguntaba a una señorita de pelo largo y liso por un banco para descansar un rato.
– Claro, a diez pasos don Flavio, respondió ella muy atenta. Siéntese un rato que hoy no ha parado y además ahí está la tela que tanto le gusta.
Derecho fue a tomar asiento agotado de tanto ajetreo y en un segundo ya estaban clavados sus ojos en el fabuloso cuadro que tenía delante. Boquiabierto, como si lo viese por vez primera susurraba Flavio: “Esta hora desteñida, cuando cae la tarde, es la mejor” y respiraba según el anhelo de cada día las Flores rojas o el Camino a Damiette o un Atardecer de otoño y lo hacía tan profundamente que se le ahuecaba el pecho hasta casi alzarle por los aires y las esencias volátiles traspasaban los límites del lienzo e inundaban sus sentidos y la sala entera se llenaba de frutos, de heno, de nubes de invierno. Entonces entornaba Flavio los párpados para dejarse llevar porque ya no le hacía falta la vista para tenerlo todo bien dentro y las palabras, como ecos, ascendían por su memoria a borbotones incitándose las unas a las otras y hasta el olvido se volvía complaciente y le permitía a modo de indulgencia, durante un rato, llamar a las cosas por su nombre.
Así, como en trance, le encontraba casi cada tarde su hijo Andrés, inmerso en los paisajes de algún cuadro del museo, escuchando los rumores de la naturaleza provisto de una sonrisa y con la gorra en las manos y Flavio, poco a poco, con las palabras cariñosas de su hijo y sin aspavientos iba regresando tranquilamente por la Calle de Ruán como si el mismo Gauguin le estuviese pintando.