La filmoteca de los recuerdos perdidos

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«Le digo varias veces que está radiante. Y ella se mira de arriba abajo, alisa su blusa y peina su cabello, impecablemente peinado y blanco. Coqueta y encantadora. Haciendo sonar su pulsera. Me anima a confirmar que parece despejada y activa. Porque hoy, vamos a iniciar juntas una nueva terapia. Sesión de reminiscencia, se llama.

[…] Y es que los recuerdos están ahí, solo necesitan ser pulsados como las teclas de un piano para que la memoria reproduzca sus notas. Melodía de recuerdos en el pentagrama de la mente«.

Este es un extracto de este precioso relato que habla de recuerdos, sentimientos y el cariño de una hija que no se resigna a dejar que su madre pierda el hilo que la conectó con su pasado. ¡Una lectura emocionante!

Disfruta el relato completo:

La filmoteca de los recuerdos perdidos

Purificación Ruiz Gómez

Ella, a sus 95 años, permanece agarrada a la vida.

Como tantas mujeres de su generación, vivió una guerra cruenta que vapuleó su infancia y juventud. Que la arrancó de su hogar en un pueblo de Andalucía y la llevó por esos caminos de dios, huyendo del estruendo de las bombas, de los asesinatos al amanecer y de las venganzas personales que nada tenían que ver con la contienda. Jamás fue capaz de ver la película «Canciones después de una guerra», porque la devolvía a un trágico escenario del que seguía huyendo. Participó en el milagro y la recuperación de los años 60 con mucho esfuerzo y trabajo y, cuando su biografía parecía enderezarse, su marido perdió la batalla contra el cáncer y se vio sola, con tres niños pequeños.

Pero una vez más, mostró su fortaleza. Salió adelante enfrentándose ella misma a un melanoma y a un tumor maligno en la mama. Aunque tanto dolor acumulado fue mermando su mente hasta limarla, quedándose en un frágil hilo que rompió su conexión con la realidad al borde de su ochenta cumpleaños.

El temible alzhéimer hizo acto de presencia en su vida y en la nuestra.

Y ella, una vez más, se abrazó a su increíble naturaleza, y a pesar de que los recuerdos fueran desapareciendo y la memoria se convirtiera en vacío, hizo de su enfermedad una balsa de salvación para seguir embarcada en la existencia.

Se quitó las malas experiencias, las preocupaciones y los miedos de un plumazo. Su historia se estrenaba cada día. Como las caras. Como los nombres. En alguna ocasión, las perturbaciones hacían mella por desconocer su ubicación y ser incapaz de establecer las referencias. Pero los abrazos, los besos y las sonrisas la arropaban de nuevo, situándola en la confianza.

Y un día más, llego a su casa.

Al entrar, no sabe bien quién soy. Pero, en cualquier caso, siente mi proximidad y mi calor. Puedo ser su madre, prima, hermana o amiga. Le menciono con dulzura, no exenta de tristeza, que soy su hija. Y el rostro se le ilumina. Hace ademán de levantarse por la pura excitación, pero los huesos le recuerdan que ya no es tan ágil. Así que tiene que conformarse con rebotar en el sofá y dibujarme una espectacular sonrisa. Le digo varias veces que está radiante. Y ella se mira de arriba abajo, alisándose la blusa y mesándose el cabello, impecablemente peinado y blanco. Coqueta y encantadora. Haciendo tintinear su pulsera.

Me anima confirmar que parece despejada y activa. Porque hoy, vamos a iniciar juntas una nueva terapia. Sesión de reminiscencia se llama. Una iniciativa de la asociación norteamericana ARTZ-Artists for Alzheimer’s, que recurre a clásicos de las películas de Hollywood para que las personas con demencia recuerden personas o lugares asociados a los filmes y estimular así sus capacidades cognitivas. Y es que los recuerdos están ahí, sólo necesitan ser pulsados como las teclas de un piano para que la memoria reproduzca sus notas. Melodía de recuerdos en el pentagrama de la mente.

He seleccionado su película favorita: «El Rey y yo». Una cinta estadounidense de 1956 (el año en que ella tuvo su primer hijo) que recibió 5 Oscars de la Academia, con Deborah Kerr y Yul Brunner como protagonistas, y que narra la autobiografía de Anna Leonowens, institutriz de los hijos del rey Mongkut de Siam a comienzos de la década de 1860. La obra incluye muchos números musicales que funcionan también como terapia de recuerdos. Comienzo por mostrarle la carátula. Y sonríe. «Ana», dice. «¿Y quién es Ana?», le pregunto. Se carcajea como si le hubiera hecho una pregunta tonta. «¡Pues quién va a ser!…¡Yo!», responde moviendo la cabeza ante la obviedad. Y así establece la primera asociación. Porque efectivamente Ana es ella, pero también Anna es el nombre de la protagonista. Continúo avanzando en mi propósito. ¿»Te acuerdas de esta película»?, inquiero. «¿Película?», repite, sin conocer el significado de la palabra. Intentando no ensuciar su cerebro de confusiones o insertar conceptos equívocos, me dispongo a ponerla. Durante varios minutos la sigue con interés. Luego comienza a distraerse, incluso cierra los ojos. Pero la música vuelve a sacarla de su ensimismamiento e intenta tararear algo. Sin letra. Solo sonidos guturales. Mueve un poquito los pies, como siguiendo el ritmo. Y hasta se lanza a dar alguna palmadita. Sus ojos denotan entusiasmo.

Y cuando aparecen los niños, es todo un estallido de alegría. Mira a su alrededor como buscando. «¿Dónde están los niños?», pregunta. «¿Qué niños?», digo yo. «¡Pues qué niños van a ser! ¡Los míos!», exclama molesta ante lo que le parece una cuestión absurda por mi parte. «Pero, ¿tú tienes niños, Ana?», insisto. «¡Claro!», responde tajante. «¿Y cómo se llaman tus niños?», ahondo. «Pues… ¡niños!», dice ofendida como sintiéndose pillada ante su incapacidad para nombrarlos.

No quiero que pierda el hilo que ha conectado con su pasado así que avanzo el CD hacia una nueva canción. Más apariciones de los pequeños actores. Y entonces ella empieza a llamar a sus hijos a gritos, como si estuvieran en otra habitación. «¡Rafa!, ¡Ani!, ¡Eva!… ¡Venid!», reclama. En ese momento se me llenan los ojos de lágrimas. Hace años que ella ya no recordaba nuestros
nombres. Esta eventualidad provoca que me mire fijamente y pregunte qué me sucede. «Nada. Que me he emocionado con la película», digo, para salir del paso. Y entonces me agarra la mano con fuerza a la par que me acaricia la cara, intentando limpiar los goterones que transitan por mis mejillas.

Al rato ya está dormitando. Como agotada de su esfuerzo. El próximo día le pondré otras de sus películas favoritas: «Desayuno con diamantes». Quizá, a través de Audrey Hepburn, conecte con la mujer exquisita y estilosa que guarda en su interior. Tal vez, «Moon River», se deslice a sus labios…Porque ella es la prueba fehaciente de que el cine es pura emoción. Y su vida, la filmoteca de los recuerdos perdidos.

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