‘Re-cordis, volver a pasar por el corazón’, escrito por María Teresa Camacho Herrero, ha resultado ganador en el Segundo Concurso de Relato Corto sobre Alzheimer ‘En un Rincón de la Memoria’.
Además de este relato, el jurado eligió tres finalistas:
- A la Emotividad: ‘En Manos del Olvido’, de Celia Gámez Fernández.
- A la Originalidad: ‘Carta del Más allá’, de Alberto Díez Domínguez.
- Al Estilo: ‘Admirarte’, de Unai Gracia Eizaguirre.
Por último, el jurado hizo mención especial al relato ‘Raginoe Russian’, de María Gafo Gómez Zamalloa; y ‘El brillo de tu mirada’, de Ramón Ruipérez Gumiel.
El jurado estuvo compuesto por: Remigio Rodríguez, vocal de la Junta Directiva de AFAGA; Raquel Giráldez, Teniente Alcalde del Concello de Nigrán; Maxi Rodríguez, psicóloga de AFAGA; Cristina Villanueva, responsable de Comunicación de AFAGA y Pedro Vaquero Marcos, ganador del I Concurso de Relato Corto.
Se recibieron un total de 260 relatos, entre los que hay historias con mucha calidad en la escritura, emotividad y originalidad. Es destacable, nuevamente, el dato de que nos llegaron trabajos de varios países de Europa, América Latina, Centroamérica y Norteamérica.
Los relatos recibidos, y cuyos autores así lo han autorizado, se irán publicando quincenalmente en el blog, El Rincón del Cuidador.
Desde AFAGA queremos agradecer la gran acogida que ha tenido este concurso y los magníficos relatos que nos han llegado ¡Enhorabuena a todos los participantes!
Re-cordis
María Teresa Camacho
Se levanta de la cama con lentitud y con ojos apaisados a causa de su recién despertar, se dirige hacia el cuarto de baño dónde se sitúa enfrente del lavamanos. Su mirada se fija en las baldosas de la pared de enfrente, grises y ásperas pero perfectamente cuadradas. Se cepilla el pelo mientras y se palpa la cara en busca de algún grano que esconder. Ha aprendido a encontrar sus imperfecciones sin necesidad del espejo.
El estomago le ruge y acude a la cocina con la intención de ingerir cualquier alimento. Abre y cierra algún que otro cajón en busca de algo de su interés y cuando se decide por prepararse un café, un sonido estridente proveniente de la escalera. ¿Qué ha pasado?, ¿Algún vecino quizás?, ¿Lo habré imaginado? y con los pensamientos rondándole decide abrir la puerta y salir de dudas.
Un hombre trajeado y con corbata aparece detrás de la puerta, él agachado recogiendo los pedazos de un espejo destrozado, a su izquierda tres cajas de cartón esperándole y un perro que no para de correr por el rellano pero que al verla corre hacia ella.
– Espero que no vaya a tener siete años de mala suerte. – sonríe. – ¿Le
puedo ayudar en algo?. – Y antes de que él le conteste ya está agachada recogiendo los cristales. Al coger uno lo bastante grande como para verse se detiene al ver el reflejo. – Tiene arrugas.
– Sí – le hablaba él desde su espalda. – Hace un par de años que me
salieron, ni cremas ni cirugía. La edad. – Se detiene y la mira. – Pero igual somos jóvenes y guapos. – Y ríe y ella lo sigue.
– Gracias por ayudarme le debo un favor… ¿Quiere desayunar?
Ella le explica que justo en ese momento era lo que más deseaba y le invita a pasar, no sin antes, descubrir que es su nuevo vecino. Alan y María se presentan y él saca de sus cajas de traslado una cafetera roja, tan rápido que parece cómo si hubiera estado esperando ese momento. Le prepara un dulce café descafeinado, su favorito, y saca unas madalenas para la ocasión. Ríen y hablan mientras las agujas del reloj avanzan y cuándo creen que ha llegado el momento de despedirse, Alan, le propone ir a pasear a Linda. ¿Qué otra cosa puedo que hacer?. Además este hombre hace que las mariposas de mi estomago se despierten. Se pone el abrigo, coge las gafas de sol y sale detrás de Alan, quién sujeta a Linda pues la situación parece excitarla.
Ese pequeño Yorkshire tiene lugares favoritos y Alan, su fiel cuidador, no hace más que llevarla. La primera parada de la perra es una tienda de música.
– ¡Alan, Línda! Buenos días. – saluda el vendedor mientras su mirada se
dirige a ella y le saluda con un pequeño movimiento de cabeza.
De fondo suena “Stand by me” de Ben E. King, su ritmo y aquella letra la
transportan a 1961, cuando en aquel baile un joven alto y de pelo rizado la
sacó a bailar. Su estomago se remueve al sentir de nuevo el cosquilleo al
recordar aquellos ojos marrones brillar al mirarla.
– Segunda parada, la panadería. Yo creo que le gusta porque siempre
recibe alguna hogaza furtiva.
Ella había trabajado en una panadería, aquel muchacho después de aquel
baile engordó muchísimo pues a diario la visitaba en el trabajo y con la excusa le compraba alguna que otra barra de pan que acababa comiéndose por el camino.
– Y por último, el parque de los besos. Su preferido, aquí le encanta…- y
antes de que acabe la frase Linda ya esta corriendo y saltando por
doquiera.
María observa el puente que tiene enfrente de ellos. Ese puente fue testigo de su primer beso y entonces, lo recuerda todo.
– Alan… – Su voz ahora tiene ese tono de seguridad y confianza.
– María. – La mira con ese brillo especial en sus ojos marrones.
Y se besan, un beso dulce, esperado y a la vez patoso como su primer beso.
Un beso que despierta las mariposas de sus estómagos y hacen de ese amor conocido un nuevo amor.
– Hoy hemos hecho un buen trabajo – le dice Alan a Linda.
Y juntos vuelven a casa y se pasan el día entre fotografías, recuerdos y
llamadas a casa de sus hijos.
– Mañana vuélveme a enamorar. – Le dice a Alan mientras el sueño se
apodera de ella y él la mira mientras le da ese último beso de despedida.
Antes de que la Luna se haya escondido siendo sustituida por el sol, Alan ya está guardando todos sus cosas en la caja, visitando la panadería en busca de unas dulces y recientes madalenas y engañando a Linda a que se quede quieta con unos premios obtenidos en el supermercado. Y así se queda esperando en la escalera.
¿Desde cuando vive el mismo día?
Aún recuerda el día en que ella se despertó atemorizada viendo su rostro en el espejo y gritándole a aquel desconocido que saliera de su cama. El médico llegó a casa y pudieron llevársela al hospital para las pruebas.
Alzheimer le diagnosticaron. Su memoria había quedado suspendida en el aire y cada día se despertaba pensando que la juventud le rondaba. Él, aprendió a tener paciencia y a esperar esos pequeños e instantes minutos de lucidez para poder hablar con su mujer. En ellos lloraban, se abrazaban y se daban los besos equivalentes al tiempo perdido. Un día María empezó a reír y entre carcajadas le dijo.
– Soy una afortunada. Lo más bonito del amor son los principios.
Enamórame cada día y te prometo que te reconoceré.
Y eso fue lo que hizo a partir de ese día. No siempre le recuerda pero él sabe que cada día ella siente mil mariposas renacer en su estomago saboreando la sensación de ese primer amor. Los días que no consigue despertar el cajón de los recuerdos recoge sus cajas y se va a dormir a casa de alguno de sus hijos pero a la mañana siguiente le espera con la cafetera en la mano y ese trozo de cristal escrupulosamente roto para propiciar ese primer contacto con la realidad y observarse lo justo sin asustarse.
Acaba de oír el agua correr, un vecino entra, lo mira, le saluda y le pregunta que si quiere hoy hace él los honores. Alan ríe. Sus vecinos, los vendedores de la calle y la gente del barrio son todos grandes aliados, grandes amigos. Y ese hombre coge el espejo que sostiene Alan en la mano y con gran fuerza lo suelta en el rellano mientras rápidamente se introduce en su casa. Suerte, le oye decir. Y antes de que María abra la puerta, él, deja el trozo de cristal de la realidad cerca de la puerta y se agacha mientras esparce lejos de los cristales premios para Linda.
La puerta se abre. María aparece tan guapa como siempre y Linda corre hacia ella.
– Espero que no vaya a tener siete años de mala suerte. – Ríe mientras
acaricia a ese pequeño Yorkshire. – ¿Le puedo ayudar en algo?
Y todo vuelve a empezar.