El relato ‘Quiero volar’, escrito por Sonia González Domínguez, bajo el pseudónimo Alexandra Deep, ha resultado ganador de la tercera edición del Concurso de Relato Corto sobre Alzheimer ‘En un Rincón de la Memoria’, en la categoría lengua castellana. Una bonita historia, triste pero dulce, amable,… con un final que sorprende.
Por su parte, el relato ‘O home que se esvaecía’, escrito por Urbano Barrios Santamaría, fue el ganador en la categoría de lengua gallega. Precioso, muy literario, impactante.
Además de estas obras, el jurado eligió tres finalistas:
- Emotividad: ‘El valor de su mirada’, de Irene María García Durán.
- Originalidad: ‘Sabes lo que estoy buscando’, de María Eréndida Alfaro Tabares.
- Estilo: ‘Otoño’, de Rodrigo Beltrán Galdo.
El jurado estuvo compuesto por: Aida Iglesias, Secretaria de la Junta Directiva de AFAGA; Raquel Giráldez, Teniente Alcalde del Concello de Nigrán; Sara Fernández, psicóloga de AFAGA; Diana Rodríguez, trabajadora social de AFAGA, y Cristina Villanueva, responsable de Comunicación de AFAGA.
Entre los relatos recibidos hay historias muy bonitas, emotivas y muy bien escritas. Nuevamente, la calidad, emotividad y originalidad ha sido la nota predominante, por lo que la decisión final ha sido complicada.
Los relatos recibidos, y cuyos autores así lo han autorizado, se irán publicando quincenalmente en el blog, El Rincón del Cuidador. En primer lugar, se publicarán los finalistas, y luego se irán publicando el resto.
Desde AFAGA queremos agradecer la gran acogida que ha tenido este concurso y los magníficos relatos que nos han llegado ¡Enhorabuena a todos los participantes!
Disfruta de los relatos:
Quiero volar
Alexandra Deep
Teodoro pasó ocho años en aquella residencia. Yo siempre le acompañé. Se sentaba a diario en el sofá de terciopelo verde mirando hacia la ventana, le fascinaba observar el cielo. Siempre sonreía. Le gustaba el viento, eso me contó poco después de conocernos. “El viento es tan fuerte que es capaz de llevarse con él todo lo malo, te libera, te quita kilos de encima y te ayuda a volar”. Y para él volar no era algo utópico. Me dijo que siempre le había encantado hacer parapente. Argumentaba que así conseguía planear y que, al surcar los cielos y sentir fuertemente el viento, notaba cómo todo lo dañino se iba; que quería navegar contra la fuerte brisa para que el Alzheimer también desapareciera. Y cuando decía todo esto me miraba y sonreía. “Algún día volveré a volar y nos tendremos que despedir”, decía.
Me sentaba a su lado y él me hablaba de lo maravilloso que era vivir, y lo poco que los seres humanos valoran su vida. Porque, según él, pasan la mayor parte del tiempo buscando la felicidad, cuando esta radica en el propio hecho de vivir. También solía repetirme que las personas siempre quieren más y más, cuando en realidad ya lo tienen todo, porque lo primordial es tenerse a uno mismo. Por eso él ansiaba volar, “porque allí arriba no necesitas nada, solo te necesitas a ti mismo y toda la carga desaparece, todo el peso se va”.
De él aprendí mucho. Los primeros cuatro años Teodoro me narraba todo, sin que apenas se lo tuviera que pedir. Me fue regalando todas sus experiencias y yo las aceptaba con gusto. Además, cada vez me fue prestando más atención, desatendiendo todo lo demás. Me convertí en una especie de confidente, en una parte de él. A su familia nunca le caí bien, hablaban mal de mí y no soportaban que fuera la compañía de Teodoro. Pero a mí me daba igual, solo quería seguir a su lado y quedarme con todo aquello que él me daba.
Muchas veces, y hasta que prácticamente dejó de pronunciar palabra, me hablaba de su mujer. Marta había fallecido de forma inesperada unos años atrás. Me contó cómo la conoció. Decía que aquel día cambió su vida, que antes de descubrir la profundidad de sus ojos no creía que existiera el amor, que desde que habló con ella sabía que iban a compartir su vida. “La conocí en uno de mis viajes, yo rotaba por el mundo sin saber que, en algún lugar, ella me estaba esperando. Olía a rosas frescas y desprendía bondad. Cuando nos encontramos, en una pequeña playa gallega, no dudé ni un momento en acercarme y hablar con ella. Fue como si nos conociéramos de antes, como si estuviéramos predestinados”. También me relató el día de su boda y cómo construyeron los cimientos de su vida conjunta. No tardaron en tener dos hijos, a los que siempre dieron todo su amor y a los que enseñaron todo lo que sabían sobre la vida y el mundo. Recordaba la infancia de sus hijos como un regalo para él, su familia era lo más importante. Sus hijos se casaron de jóvenes y pronto llegaron los nietos para Marta y Teodoro. “Desde que nacieron nuestros nietos fueron el reflejo de la felicidad”. Y cuando me hablaba de Marta siempre repetía que “aunque ella ya no estuviera en vida, siempre estaba en recuerdo”.
Su familia le visitaba a menudo los primeros años. Sonreían al verle y él también. Sus nietos siempre tenían abrazos para darle. Teodoro les seguía contando sus historias y sentimientos, a pesar de sus despistes. Pero, mientras yo conocía más aspectos de todos ellos, Teodoro dejaba de comprender que aquellos eran los suyos. Por ello, poco a poco, las visitas eran más reducidas y la expresión de alegría de las caras visitantes se fue transformando, hasta ser rostros impasibles o tristes. Decían que Teodoro ya no exteriorizaba cariño
hacia ellos, que no sabían si él estaba triste o contento. “Esa dichosa enfermedad se ha llevado a nuestro Teodoro”, decían. “Es como si hubiera vuelto a ser un niño”, afirmaban mientras observaban cómo las enfermeras le daban de comer y tenían que ayudarle a asearse. Le hablaban continuamente con la esperanza de que volviera a contar sus historias y experiencias, pero él solo repetía una y otra vez “quiero volar”. Era lo único que, pasados seis años, manifestaba. Ellos no lo entendían, pero yo sí. Le respondían diciendo que es
imposible volar, pero Teodoro volvía a repetir “quiero volar”.
Para mí esos ocho años pasaron muy rápido. Le llegué a coger tanto cariño que no me separaba de él, ni si quiera al final. Cuando apenas se movía, cuando ya no hablaba, cuando no podían levantarle de la cama. Yo ahí permanecía, observándole, arrastrando hacia mí lo que quedaba del Teodoro que había sido.
Aquel día murió en silencio. Su familia estaba presente, y yo también. Intentaban no mostrar tristeza, porque sabían que Teodoro estaba en paz. Querían pensar que seguía siendo la persona alegre, fuerte y luchadora que siempre había sido. Y, de hecho, no se equivocaban. Teodoro nunca dejó de ser feliz.
No pude evitar sostener mis lágrimas. Sin embargo, él sonreía. “Hoy, por fin, volveré a volar”, dijo con dificultad. Cerró lentamente sus ojos y, así, voló. Y, al volar, todo lo malo también se fue. Yo, el Alzheimer, también desaparecí. Me esfumé, como las hojas de los árboles en otoño, que se desplazan con el viento. Me fui, pero dejé el eco de su historia en todos aquellos que le conocieron.
O home que se esvaecía
Urbano Barrios Santamaría
O home estaba na cociña a mirar como o serán esvaecía as cores do mundo, cando de súpeto pensou no gando. O gando ha de estar sen recoller, maxinou, a nai hase incomodar. Ergueuse e foi cara a porta e abriuna un chisco. A penumbra tinxía as paredes de sombras. Foi asomando paseniño ata saír e recorreu coa mirada o corredor largo, moi largo. Barruntou á donde chegaría se camiñase por el ata o cabo. Deu uns pasos silandeiramente e as luces prenderon. Albiscou unha chea de portas e foi pasando diante delas ata chegar ao final do corredor onde se detivo na varanda da escaleira. Axexou polo oco abaixo e logo polo oco arriba. Aquilo non se entendía. Quedou quieto un intre, arroubado. Sen razón aparente os seus pes movéronse paseniño cara abaixo, chanzo a chanzo, ata que os xeonllos lle se trabaron e non foi quen de seguir. Puxo unha man na parede e permaneceu así, alasando polo esforzo. O sangue petáballe nas tempas. No enorme silencio unha porta estaba aberta e batía. Ía e viña con algunha corrente. Ollou o corredor largo, moi largo e escuro, e sentiuse desconcertado. Púxose en movemento e a luz prendeu e camiñou sen deterse ata chegar á porta que batía. Ulía a fritura. Empurrou a porta, entrou nun vestíbulo sen luz e seguiu andando mirando aos lados. Os espazos eran os mesmos, as dimensións non cambiaran, cambiaran outras cousas, mudaran as cores e os obxectos e mailos olores. Sentou nunha
cadeira da cociña sen deixar de mirar arredor. Pola fiestra chegaban sons apagados de voces que non entendía. Quedou quieto, fitando as súas mans pousadas nos xeonllos. Parecía cavilar. Entón comezaron a tremelarlle as pernas. O tremor ía a máis. Matinou algo que non acertou a comprender: que o seu propio corpo e mailo espazo circundante eran un cuarto iluminado cunha única lámpada que por veces se apagaba.
A muller saíu do baño maldicindo o bater da porta, foi cara o vestíbulo e logo de pechala dirixiuse á cociña. Xa antes de prender a luz viuno sentado quieto e escuro e o susto deixouna un intre sen folgos. O home estaba a mirar cara a ela sen expresión nin aceno.
-Quen é vostede, que fai eiqui? –dixo cun fío de voz.
Ía berrarlle algo sobre chamar á policía mentres lle miraba todo, as zapatillas, as pernas de arame que tremelaban, a chaqueta de lá. Entón calou. Una face tallada nun tronco de árbore cunha machada pouco afiada, pensou a muller. Non é un ladrón, barruntou, soamente é un vello. Armouse de carraxe.
-Vai frío –dixo-, vou facer café.
Pexou a fiestra, posou na pileta a tixola na que estivera a fritir peixe e sen deixar de cavilar quitou un paquete dun caixón e preparou a cafeteira e máis unha bandexiña con bolachas. O home non falaba, perseguindo cos ollos os xestos da muller coma un devoto presenciando un ritual. A muller prendeu o gas e puxo a cafeteira ó lume e volveuse cara a el.
-Vostede ten que ser o pai da Matilde, non si? –dixo-, esa rapaza tan agarimosa que traballa no súper. Levo un rato pensando, esa cara tan…bueno, quero dicir que non hai moitos anciáns neste bloque, pensei para min, os apartamentos son pequerrechos. Así que acabei por lembrar, lles teño visto no parque, aínda que a miña filla dis que ninguén presta xa atención á ninguén, pero eu si que presto, porque gústame falar cas xentes, que somos eiqui unha chea de veciños e non nos coñecemos. Teño unha filla, sabe? Espere que lle vou amosar unha foto, é unha moza moi belinda, así como a súa, xa verá, xa.
A muller desapareceu e o home quedou escoitando o repentino silente. A voz que se fora coa muller gustáralle. Fitou a escuridade que tinguía a fiestra. Fixo por se esforzar, pero non foi quen de lembrar se o gando estaba xa ó abrigo. Se cadra non. O murmurio volveu coma un vento no souto.
-…porque está tomada hai un ano –dícia a voz antes de se materializar na cociña-, pero de seguro que a recoñece, mire mire –posou con delicadeza o marco enriba da mesa, fronte ó home-. É máis nova ca súa Matilde, pero é guapa, non sí? A carón dela está o seu neno, ten sete anos, un diaño de rapaz, chámase… –calou, buscando algo no maxín-. Arredemo! que me maten se lembro o nome. Ás veces esquezo cousas. Son os anos. Luisito! Iso é. Vostede ten netos? Eu non quero vivir con ela, ela ten que vivir a súa vida, xa ten traballo dabondo con coidar da familia e aínda por riba traballar, que a miña filla é moi traballadora, como a de vostede, ben se ve. Aos fillos hai que deixalos vivir a súa viva, non si? Viven lonxe e case que non poden vir, moito traballo, entende? porque unha xa vai vella, entón… –fretouse os ollos e suspirou-. Pero vostede está moi ben, xa o creo! É a primeira vez que o vexo só –a cafeteira comezou a burbullar- Qué ben! o café xa está listo.
A muller sentouse fronte ao home e non falou mentres bebía o café e miraba para el coma se o coñecese de sempre. Despois, cando ela lle preguntou que pensaba facer, o home puido percibir o chío dos engrenaxes na súa mente, un chío que enxordecía os recordos e lle impedía ancorarse á pregunta. Pasou a lingua polo interior da boca toda. Na mesa había azucre e bolachas e algo cuxo nome non lembraba e así e todo non entendía por que tiña aquel sabor agre na boca. Baleirou o vaso que a muller lle enchera e logo de posalo na mesa falou sen premeditación mirando cara ó alto, coma se estivese á ler as palabras no teito de pintura plástica.
-Os recordos dos homes son incertos. O pasado que foi difire moi pouco do pasado que non foi –baixou a cabeza e ficou mirando o chan.
Entón a muller suspirou e murmurou Deus bendito, e alongou a man e posouna sobre a man do ancián e lle falou con tenrura.
-Ésta non é a casa da súa filla, está usté confundido. Pero mire, non se preocupe, que logo chamámola ao súper. Como se chama vostede?
O home entendeu a entoación, mesmo entendeu as palabras, pero non foi capaz de darlles un sentido. Como era posible algo así? Tivo entón a desasosegante impresión de que as cousas non ían como terían que ir. Podería ser que se pechaba os ollos con forza e logo volvía á mirar ao redor, todo volvería ao seu lugar, como cando xogaba na solana. Pechou os ollos con forza.
*
Cando o home sufriu a embolia, despois de cinco días e cinco noites en coma, espertou na cama do hospital e estivo largo rato mirando todo canto tiña ao alcance dos ollos. Cando viu á Matilde sentada ao seu carón, fitouna e sorriu coma un anxo. Bos días, nai, dixo con voz queda, veño de gardar o gando.