Un conto para Olivia

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Así comeza o precioso relato ‘Un conto para Olivia’, escrito por José Francisco Domínguez Torres, baixo o pseudónimo Xanxo López, finalista na categoría de Orixinalidade na VI edición do Concurso de Relatos Curtos sobre Alzhéimer ‘Nun recuncho da memoria’.

Desfruta do relato:

Un cuento para Olivia

Cuando ya la noche despertaba, Olivia y Ana se juntaron en la habitación.

—¿Qué cuento quieres esta noche? —preguntó Ana, mientras Olivia se deslizaba bajo las sábanas.

—El qué tu quieras. Esta noche eliges tú —respondió Olivia.

—Está bien, entonces voy a contarte la historia de Traste —dijo Ana mientras se acomodaba en la silla de madera cerca de la cama.

—Ese cuento no será de una malvada bruja, porque si es así, ya me lo sé — afirmó Olivia de forma tajante.

—No, no es de una bruja malvada —sentenció Ana.

Cuando Ana estaba a punto de pronunciar la primera palabra del cuento, Olivia levantó su mano derecha como quien pide permiso en clase para ir al baño.

—¿No será la historia de siete enanitos que van al bosque? —susurró Olivia.

—No, tampoco. No es la historia de siete enanitos —declaró Ana con una mueca en su rostro.

—Vale, venga entonces sigue, que hoy te estás entreteniendo mucho —regañó Olivia.

Ana, carraspeó su garganta con la intención de aclarar su voz y dar comienzo al cuento.

—Érase una vez, en un pequeño pueblo bañado por el mar, en el que vivía una niña pizpireta de dientes separados y pícara sonrisa a la que todos llamaban
Traste.

—Pero Ana, ¿de verdad en este cuento no sale ninguna bruja malvada?, ¿ni enanitos?, ¿ni siquiera una bella durmiente a quien un príncipe encantado despierta con un beso? —interrumpió Olivia levantando su cabeza de la almohada.

Ana cerró los ojos con la intención de encontrar, en algún lugar de aquella oscuridad momentánea, una brizna de paciencia.

—¿Quieres que el cuento tenga una bruja malvada, o siete enanitos, o una bella durmiente a quien despierte un príncipe encantado? —interpeló Ana resignada.

—No, por favor que lata, mejor el de Traste.

—Muy bien, pues entonces no me interrumpas —demandó Ana sonriendo.

—Traste vivía con sus padres y su hermana pequeña Clara, con quien jugaba a la rayuela, la peonza, e incluso a indios y vaqueros.

Los fines de semana ayudaba a su madre a confeccionar collares de conchas marinas que luego vendía en el mercado que se organizaba todos los viernes.

Con las exiguas ganancias podían comprar jabón, o una botella de leche, si tenían suerte y conseguían vender todo el género.

Un viernes, ausente su madre, una señora se acercó y para sorpresa de Traste compró todos los abalorios, dándole además una propina. Traste no podía creer la suerte que había tenido y al ver que su madre regresaba, la moneda extra la guardó en el pequeño bolsillo de su vestido. Era, sin duda, su pequeño tesoro y su gran secreto.

Durante días, Traste le dio vueltas a su cabeza. No sabía que hacer con aquella moneda. Pensaba que debía dársela a sus padres, pero también que podía usarla para comprar algo, aunque no sabía el qué. Una tarde, mientras daba un paseo, vio como la tienda del señor Santos abría sus puertas y decidió entrar.

En su interior, se disponían en una hilera perfectamente ordenada, unos botes de cristal llenos de chocolates, caramelos, y regaliz. Frente al mostrador se acomodaba todo tipo de material de papelería; cuadernos escolares de una raya, como hilos de cometa, de dos rayas como las vías del tren, o cuadriculadas como su tío Avelino, al menos eso es lo que solía decir su madre. También había gomas de Milán, que no venían de la ciudad italiana sino de la fábrica de Albacete en la que trabajaba su tío Sebastián. Y lápices de todos los colores como las flores que plantaba su tía Consuelo.

Traste caminó a lo largo del pasillo hacia el fondo de la expendeduría. Allí encontró una estantería de madera con varios libros alineados cuyas portadas actuaron como un imán. Ojeó cada uno de ellos, y en aquel preciso instante supo, con toda certeza, en qué invertiría su moneda.

—¿Me quieres decir que Traste cambió una bolsa de chocolates por un libro? — interrumpió Olivia abriendo los ojos como platos en señal de desaprobación.

—No la cambió, simplemente se dio cuenta que lo único que quería era un libro —le aclaró Ana acariciando su mejilla con la yema de sus dedos—. Traste se fue al mostrador y pagó con su moneda la nueva adquisición.

Durante días se refugió en su habitación, y tendida en su pequeña cama, navegó en búsqueda de una isla que escondía el tesoro de un famoso pirata. La emoción de sentirse alzada en el palo de mesana, apoyada sobre la cofa, y gritar al viento, envolvió a Traste en un ciclón de sensaciones tan profundas que cuando terminó de leer aquel relato supo a qué dedicaría el resto de su vida.

—No me digas que Traste se convirtió en pirata, ¡con lo mal que le huelen los sobacos! —censuró Olivia.

—No Olivia, Traste no se convirtió en pirata. Después de leer aquel libro, decidió ser escritora. En su interior, sentía que se acumulaban miles de historias, tan fantásticas como aquella que acababa de leer.

Pasaron los años y Traste escribió sin parar. Consiguió hacer reír de tristeza a muchos lectores y llorar de alegría a otros tantos.

Sin embargo, con el tiempo, su lucidez se fue apagando, y sus personajes se perdieron entre sombras caliginosas a las que no era capaz de reconocer. Sus relatos, languidecieron relegados a meros objetos inertes para ella.

Ana notó que Olivia se había quedado dormida. Se incorporó y le dio un grácil beso en la frente deseándole dulces sueños. Al salir, apagó la luz y abandonó la habitación. Camino a su habitación, su madre asomó la cabeza por la puerta del salón.

—¿Se ha dormido la abuela? —preguntó.

—Sí, aunque le ha costado un poquito. Ya sabes que a la abuela Olivia le gusta participar en los cuentos, siempre ha sido muy “traste”.

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