Para Elisa

  • Relato finalista na categoría de castelán por emotividade do VIII Concurso de relatos cortos “Nun recuncho da memoria”. Unha conmovedora historia sobre unha nai, o seu fillo, o avó e unha caixiña de música na que soa a melodía “Para Elisa”.

“Para Elisa”, escrito por Rosa Ferreiro Castiñeira,  cóntanos a historia dun neno fascinado por unha caixiña de música cunha bailarina movéndose ao compás de “Para Elisa”, unha das pezas clásicas máis famosas compostas por Beethoven. A súa nai, ao escoitar aquela melodía, pensa no seu pai, quen a construíu e agora padece de demencia. Un relato moi conmovedor que fálanos da perda da memoria cun bonito mensaxe final.

 

‘Para Elisa’

Era un mediodía como cualquier otro.

El niño, de apenas tres años, correteaba de aquí para allá. Su madre, que alternaba sus labores de vigilancia con la preparación de la comida, iba de la cocina al salón y del salón a la cocina. El abuelo, cual sabio rey en su trono, permanecía sentado en el sofá, con la mirada perdida en el horizonte de las cuatro paredes de aquel humilde apartamento.

La serenidad de esta cotidiana escena se vio entonces interrumpida por un gritito de emoción. El niño acababa de encontrar un viejo tesoro en un cajón: una cajita de música de color rosa pálido, en la que una bailarina de plástico mal pintada daba vueltas al son de «Para Elisa». Embelesado, el niño disfrutaba viéndola girar al metálico ritmo de la célebre pieza. Su madre sonrió con nostalgia, pues aquel había sido un regalo de su padre cuando era ella quien revolucionaba la casa.

—¿Te acuerdas de aquel día, papá? —se atrevió a preguntar ella.

El anciano la miró con aquellos ojos permanentemente humedecidos y se encogió de hombros. Ella no desvió su mirada, con la esperanza de volver a ver a quien un día le hizo entrega de la ahora descolorida cajita. —Me la diste tú, ¿recuerdas?

—¿Qué hay de comer? —preguntó el hombre tras unos instantes de silencio.

—Arroz, papá. Ya te lo he dicho tres veces. ¿No te acuerdas?

El hombre bajó la vista, avergonzado. Un enorme sentimiento de culpa invadió el pecho de su hija, que inmediatamente lamentó no haber tenido más tacto.

Una parte de ella seguía sin aceptar que fuera verdad. A diario sentía que el mundo entero le estaba gastando una broma pesada. Unos días antes, hojeando un libro para distraerse, se topó con una cita célebre que rezaba: «La memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados». Estaba claro que su autor no tenía ni la más remota idea de lo cruel que puede llegar a ser la vida.

De pronto, un estruendo la devuelve a la realidad. La vieja cajita se había caído al suelo, llenándolo todo de diminutas piezas. Disgustado, el niño comenzó a llorar. Tras un par de intentos de recomponer el juguete, su madre se dio por vencida.

—Está rota, cariño. Lo siento. —su hijo, sin dejar de llorar, la miró con ojos suplicantes—. Ya tiene muchos años, no se puede arreglar. ¿Por qué no juegas con otra cosa?

Haciendo caso omiso a la sugerencia de su madre, el pequeño entregó entonces las piezas a su abuelo, que observaba la escena sin inmutarse.

—Mi amor, él no puede… él no… —titubeó. —El abuelo tiene que descansar.

No pudo evitar pensar en aquella fantástica casita de muñecas que había hecho para ella. Sus decenas de maquetas impresionantes. La complejidad del que antaño había sido su trabajo. «Por supuesto que papá hubiera podido arreglarlo», pensó, sin reparar en lo extraño que resultaba hablar en pasado de alguien que tenía justo enfrente.

Ahora, sin embargo, ni siquiera era capaz de dibujar aquel fatídico reloj que siempre se quedaba parado en las once y diez. Sintió entonces con más intensidad que nunca aquel nudo que llevaba dos años instalado en su garganta. Con el pretexto de que se le quemaba la comida se fue a la cocina a secarse las lágrimas.

Estaba removiendo el arroz cuando de pronto creyó oír algo de fondo. Apagó la campana extractora y, para su sorpresa, descubrió que se trataba de las primeras notas de «Para Elisa».

Se acercó de nuevo al salón. El anciano, sin mediar palabra, entregó la recompuesta cajita a su nieto, que lo miraba boquiabierto. La risa contagiosa del niño inundó entonces la sala. Emocionada, ella se acercó a su padre.

—Gracias por arreglarlo, papá. Eres un manitas. —le dijo con ternura antes de darle un beso en la frente.

—De nada. ¿Qué hay de comer hoy?

—¡Por fin me lo preguntas! —contestó su hija sonriendo. —Un arroz riquísimo.

Él sonrió. Y en ese preciso momento, detrás de todas aquellas arrugas, su hija reconoció al hombre que décadas atrás le hizo aquel regalo.

Al fondo, el niño daba de nuevo cuerda al juguete. La bailarina volvía a girar.

«Quizá te hayan expulsado de tu propio paraíso», pensó ella. «Pero siempre tendrás sitio en el mío, papá».

Deixar un comentario

O teu enderezo electrónico non se publicará Os campos obrigatorios están marcados con *

Scroll ao inicio